La extinta Clínica San Rafael, edificada durante los años cuarenta por parte de los religiosos de San Juan de Dios, en la actual Ciudad de México; constituyó la muestra representativa del poder psiquiátrico encumbrado entre múltiples paredes e instrumentos de tortura, cuya principal finalidad descansaba en la “conversión” del sujeto hacia parámetros de normalidad. Su vigencia se postergó por más de setenta años, lo que claramente evidencia la continuidad de un discurso de exilio, centrado sobre el quebrantamiento de múltiples voces; unificación de la mirada; desaparición de personalidades; masificación de comportamientos homogeneizados; estandarización de pruebas para comprobar la razón; deconstrucción de historias personales, así como la incrustación de relatos que perdurarán por cientos de generaciones en forma de patologías y lugares inescrutables para la responsabilidad de quienes asumieron el papel de jueces de la conducta humana.
Michel Foucault, en las conferencias emitidas en Río de Janeiro, Brasil (1973) bajo el título de “La Verdad y las Formas Jurídicas”; relata el peso de las denominadas lettre de cachet, que, en palabras concretas, implicaban órdenes por parte del rey, a partir de los requerimientos que hacía la población (en buena parte emanadas de familias que solicitaban la reclusión de uno de sus integrantes por “comportamientos extraños”, como el robo o la prostitución) y cuya sanción implicaba la privación de la libertad. Según el relato de Foucault, bastaba incluso con la petición de algún familiar para que el sujeto fuera privado de su libertad, incorporándolo a una serie de tratamientos que hilvanaban el alma, cuerpo, mente y memoria.
Tales experimentos conductuales se encontraban legitimados por todo un saber médico, psiquiátrico y legal, lo que hacía aún más difícil la crítica que se pudiera hacer a las clínicas mentales, así como su posible desaparición a lo largo y ancho del mundo. Se vivían épocas donde la disciplina y el orden, al amparo de un conglomerado de sistemas económicos, jurídicos, sociales; impulsaban la hegemonía de lo unidimensional. Las aspiraciones se maquinaban desde terrenos idílicos forjados con el hierro de la ilusión y los sueños de grandeza. Disneylandia imponía sucursales en las grandes capitales, sin que la mayoría de la población pudiera darse cuenta de tales proyectos. Era claro que la locura y los lugares para su tratamiento, servían como modelos donde se depositaba lo que se consideraba “fuera de lugar”, provocando paradójicamente que los sujetos que no se encontraban bajo tratamiento, o bien internados en dichas condiciones, supusieran que su comportamiento era sano y estable.
Sin embargo, en pleno Siglo XXI, aún es factible avizorar ecos de un pasado que adquiere el título de “sociedades disciplinarias y de control”. Ante ello, tal vez no resulte azaroso que el destino de la Clínica San Rafael haya sido su desaparición en 2013, y en su lugar se haya construido un gran centro comercial. Supongo que el costo de la manutención de cientos de personajes catalogados bajo etiquetas y clasificaciones, resultaba algo que el mercado resentía, aunado a que las herramientas con las cuales se sometía a la normalidad, no requerían de un sitio en lo particular para poder trabajarse.
Respecto al inmueble de la extinta clínica San Rafael, se conservó la entrada principal, como si una especie de cinismo recalcitrante invitara a los consumidores a introducirse en la hidra capitalista. Las máquinas que descargaban electricidad no figuran más, pero ahora contamos con toda una parafernalia que constantemente moldea identidades vía redes sociales, televisión, cine, teatro, y cualquier relato al interior de las familias. Los doctores ya no habitan en las diversas celdas y espacios destinados a la tortura normalizante, pero se conserva el poder de los fármacos y la vigilancia sobre cada cosa que hacemos.
Basta con observar el apéndice electrónico con el cual contamos, coloquialmente denominado celular; cuya virtud implica la comunicación, pero que paradójicamente nos ha llevado a tener una de las sociedades más alejadas del contacto con el otro, inmersos en un individualismo que nos lleva a incorporar auriculares para abstraernos del entorno, o posicionar la mirada en las pantallas de múltiples dimensiones con las cuales suponemos que conocemos el entorno.
Adentrémonos entonces en la nueva Clínica San Rafael, destinada para el consumo irracional y la búsqueda de una identidad que se ha tejido desde otras realidades. Sometamos nuestros salarios miserables al enriquecimiento de unos cuantos, mantengamos la deuda personal que nos impondrá cadenas tan sofisticadas que en apariencia no duelen. La locura es contemplada en la mayoría de ocasiones como irracional, al tenor de personajes cuyos gritos estremecen las salas de cine con camisas de fuerza que imposibilitan el daño en propias manos; clichés absurdos que imposibilitan la crítica al depositar en dichos escenarios la verdad, una que es fija y estable, pero que dista de lo que podemos observar tras el telón del truco de magia.
Recorramos pues el asidero de razón que adquiere el nombre de “malls”, contribuyamos a su grandeza, al tratamiento mental que impera al interior de cada tienda. No obstante, en cada uno de nuestros posicionamientos frente a las vitrinas que separan al ser de su “ideal”, construyamos un par de preguntas, ¿a quién queremos vestir realmente? ¿al sujeto que acude al centro comercial, o bien a los cientos de conceptos que hemos asimilado previamente y que depositamos en la adquisición de productos?
La nueva Clínica San Rafael abre sus puertas señores, promete no realizar tratamientos que puedan violentar los derechos humanos. En su lugar, incorpora la legitimidad de la ilusión, un mundo de sueños que logra adquirirse en sus paredes blancas y multicolores; sin embargo, ¿no era acaso la ilusión manifestada por parte de los pacientes de la antigua Clínica lo que precisamente los llevó a la reclusión?