La historia de las teorías críticas del derecho se encuentra plagada de múltiples voces y relatos, cuya principal temática versa en la discontinuidad de una visión hegemónica que tenía como centro del conocimiento a la norma. La forma en la que arribamos a dicho extremo no se debe a factores azarosos, sino a una composición estructurada desde el positivismo comtiano, que creía afanosamente en la objetividad como medio para adentrarse en los fenómenos.
De esta forma, a la norma se le incorporaba el elemento de certeza, al igual que un nutrido cúmulo de fórmulas autorreferentes carentes de cualquier tópico axiológico o sociológico. Los resultados se fueron tejiendo con hilos casi imperceptibles, pues vivimos inmersos en un sueño colectivo que afirmaba la existencia de una norma fundamental legitimante de todo el andamiaje jurídico. El conocimiento sobre lo que el derecho representaba, se convirtió en un semillero para el pensamiento homogéneo, creador de sociedades sin brillo, así como jueces poco o nada comprometidos con el entorno en el cual emitían sus respectivos juicios.
Cientos de facultades de derecho exponían de forma reiterada que la ley es la ley, acompañándose de silogismos que únicamente probaban que los axiomas funcionaban, pero careciendo de la legitimidad con la cual se pudiera entablar un diálogo directo con las realidades. Importaba adentrarse en la eficacia y vigencia de la norma, pero no así de las luchas sociales que constantemente acorralaban a un derecho en franca agonía.
De ahí surgieron las teorías críticas, empleadas para incorporar en el lenguaje de los abogados, una alternativa que les permitiera asomarse en cosmovisiones diversas, impregnadas de lo alterno. Música, literatura, teatro, cine, fueron algunas de los principales movimientos que provocaron un terremoto en la supuesta estructura básica de lo normativo. Fue con el impulso de estas asignaturas que el paso de claridad y seguridad jurídica, cedió ante la complejidad de la propia existencia.
Tomando en cuenta esta pequeña premisa, rindo un sentido homenaje a la música que terminó por enseñarme que, en las sombras de nuestros andares, es factible encontrar un ritmo de vida.
Ricardo Piglia afirmaba que la música y la escritura contienen un elemento en común, el ritmo. Al plasmar una idea, los escritores no solo depositan en la página en blanco un cúmulo de trazos, sino una secuencia que es absolutamente necesaria para transmitir una idea. Es cierto que las formas pueden cambiar, a tal punto que las reglas ortográficas pueden ser manipuladas o suprimidas por los autores. Cortázar se quejaba constantemente de los correctores de estilo, en virtud de que estos colocaban una coma donde él no quería que habitara.
Con la música pasa lo mismo, esta se mantiene a través de la secuencia en los sonidos (notas). Comprende un complejo abanico de posibilidades a través del cual los compositores se adentran en las profundidades del ser. ¿Para qué escribir? ¿Para qué componer música? Me atrevo a decir que ambas expresiones artísticas deslizan con una enorme suavidad, la vacuidad que nos rodea. Es decir, que nos acercan de lleno a lo que los poetas denominan como verdad. No bajo la idea de obtener expresiones concretas o certeras; sino todo lo contrario, permiten saborear, aunque sea de forma precaria, la no dualidad que constantemente nos arroja hacia la solidez de un yo.
Paradójica resulta así la tarea del escritor o del músico, cuyo intento por acercarse a un entendimiento de las cosas, termina convirtiéndose en un distanciamiento hacia la consecución de dicho objetivo. Sin embargo, es a través de ese esfuerzo que la pasión por el saber se acentúa, manteniendo al humano en la férrea postura de intentar una y mil veces, eso que para muchos pudiera parecer una necedad.
Se dice que al hablar o emitir algún sonido, este queda impregnado en la atmósfera, en una especie de éter que registra absolutamente todo. Así, diversas teorías lingüísticas aseveran que, al estudiar idiomas antiguos, se está en posibilidad de captar el mundo tal y como lo veían los ancestros. Sea de la forma que sea, las expresiones que emitimos en el pasado, constituyen ecos de un presente que afortunadamente es factible interpretar de múltiples formas.
¿Qué nos define como humanos? ¿Qué sonidos conforman nuestros laberintos más íntimos? La literatura refiere que se habla para ser otro, impulsado al tenor de una escritura que logra posicionarse donde nuestras fronteras eclosionan. Se lee entonces para adquirir nuevos mundos, deconstruir los propios y, finalmente, para despojarnos de patrones ancestrales.
En la música me enseñaste que pasa lo mismo, no al tenor de un discurso elaborado y cargado de formalidad, sino con el andar pausado que te caracteriza cuando hablas de tu instrumento favorito. Puedo intuir la magia que se provoca cuando esos pequeños dedos se posicionan en las aparentes hendiduras que contiene el clarinete. Me declaro neófito en dichas artes, pero verte y escucharte, se convirtió en un vicio que me llevó a componer estos párrafos. En más de una ocasión, tuve la oportunidad de captar la fuerza de tus pulmones, los nervios por lograr una similitud entre lo que se escucha en tu cabeza, y aquello que se termina por expresar.
Ganas de gritarte que basta con estar de pie para encumbrar un sentido eterno a lo que se hace. Vestimenta negra que evoca seriedad por lo acontecido, pero también un luto a lo que partió. Poco sabía de la música, pero al percibir la cadencia de un video en el cual se te observa concentrada e inmersa en la inefabilidad de lo que acontece, me di a la tarea de indagar un poco más en esos mundos por demás enigmáticos.
Cadencia, ritmo y elegancia impregnan a la música; logran otorgarle una viveza especial que con el paso del tiempo se incrusta en lo más profundo de nuestras existencias. Solemos delinear un mundo acorde con nuestras proyecciones, olvidando que la capacidad para improvisar es lo que realmente acontece.
Piglia tenía razón, la música y la escritura contienen ritmo, lo cual no implica que siempre vayan en la misma secuencia, o bien al tenor de un solo compás. El ritmo es mucho más que eso, es el jazz, es la poesía, es un beso dado en un tiempo donde se pensaba que no habría más. Implica el desgarramiento y la posibilidad de enfrentar lados que uno no conocía del otro y de sí mismo. Ritmo es la desavenencia, risa a carcajadas, encontrarse con despertares envueltos en hojas, pero, sobre todo, el conocimiento sobre lo que implica el olvido que seremos.
En la vida de los juristas es necesaria la pasión que obsequia un clarinete disruptivo, de las notas que no se piensan bajo fórmulas lógicas, sino al compás de aquella fuerza que proviene de nuestros peores demonios.
Intentaste enseñarme a leer un pentagrama con toda una parafernalia de esquemas y brincos de emoción. Lo intentaste, mientras te observaba detenidamente. Sin embargo, ahora que ha pasado el tiempo, debo decirte que no aprendí porque fueras una maestra mala, sino que preferí simular un nulo entendimiento que te llevaría a duplicar las horas de cátedra.
¿Qué intentamos al escribir o al crear música?
Para Elisa